La memoria
La violencia en Latinoamérica
Santiago Patiño
De aquellos tildados de vivir en otro mundo, por fin, el noticiero de
medio día logró darme algo más que una mala noticia para brindarme las palabras
necesarias en la elaboración de una voz. No soy periodista, ni quisiera serlo,
los he visto revender palabras vacías en busca de obtener un par de visitas; no
existe virtuosismo alguno en el periódico latinoamericano, todos señalan la
falta de liderazgo, quejas políticas o exigen más recursos públicos para
solucionar problemas generales. Sin embargo, al mirar a Latinoamérica desde el
extranjero los problemas dejan de ser gubernamentales para convertirse en
dilemas idiosincráticos culturales, porqué bueno, ser un hijo de puta en un país de errados es tan sencillo, tan sencillo.
Foráneos
a los países de los besados por el sol - a veces - y el café, pensarán en sus habitantes como seres
capaces de normalizar actos inhumanos. No podrían estar más equivocados: no hay
Latinoamericano en esta tierra quien vea el asesinato con normalidad. Por el
contrario, estamos rezagados a mirarla. Nuestros antepasados cambiaron todo su
oro por espejos, debido a que no daba un reflejo de tan alta calidad como el de
una fina capa de vidrio. Ahora, en forma de humor negro, somos las personas
quienes rechazan con todo su corazón su propio reflejo: no asumimos la
violencia, no asumimos los asesinatos, no admitimos que la culpa es de todos y
tampoco educamos a la memoria de nuestros hijos para que ellos, como ningún
otro humano vivo podrá, lleguen a cambiar el rojo sangre de la bandera por un
escarlata intenso de amor por la tierra. Continuando con la foraneidad, solo
que esta vez planteándonos en nosotros, los desentendidos de la realidad,
creeremos en la revolución como un acto violento pues en pinturas vemos los
estragos que dejó lo acontecido en Francia en el 1789: sobreentendemos a la
guerra como la revolución gracias al analfabetismo funcional del que gozamos en
Latinoamérica. Los cambios no provienen de un escenario severo donde los
cementerios están llenos, donde los niños jugaban a contar los cadáveres
arrastrados por las aguas transparentes en el río de la ciudad, y donde las
catacumbas no podían recibir una calavera más., lo revolucionario entonces
nació en forma de letras, tal como este escrito, en una hoja escribieron un
derecho que ningún ciudadano podía concebir como propio hasta que alguien más
yendo en una total contracorriente e ignorando incluso lo que en las calles se
podía evidenciar decidió declarar: Droit à la vie (el derecho a la vida).
En Colombia, un país ubicado en el norte de Suramérica, existe una época histórica denominada La Violencia: aunque, a grandes rasgos y sin caer en el vértigo heredado de una costumbre cultural, uno que me impide mirar al pasado sin pestañear, he de ver claramente ella caracterizada por muertos sin nombre; mujeres en busca de sus hijos; desapariciones que se sobreentienden como muertes no confirmadas; niños cargando con esfuerzo un AK-47 en sus brazos; adolescentes cargando muertos en sus mentes; niñas siendo violadas por los hombres que llegaron a defenderlas y, con mensajes de desaliento por parte de los supuestos sujetos de la paz, tan solo queda caer ante la respuesta más humana posible. Está no busca apagar la violencia ni cortarla de raíz como a los palos santos; por el contrario, su punto álgido yace en avivarla a tal punto que no haya ser humano sobre está tierra quién no entienda de una vez y para siempre que en una guerra nadie gana. No podríamos abandonar nunca la violencia porque ella, como acto ilusorio, nos hace creer que siguiendo su corriente algo va a cambiar. De eso vive y de eso vivimos...
Santiago Patiño
Editora: Lina León (Nani para los amigos)
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